El territorio valenciano tras la crisis

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© Ana Ponce & Ivo Rovira
Para superar la actual crisis, es necesario conseguir un mayor nivel de equilibrio en infraestructuras, eliminando obstáculos en el caso de la red viaria y potenciando la inversión ferroviaria, tanto de cercanías como de alta velocidad, finalizando el AVE Alicante-Francia, entre otras actuaciones.

Los valencianos debemos ser capaces, como han hecho los pueblos más cultos de Europa, de alcanzar un equilibrio respetuoso entre cultura, historia, tradición, modernidad y competitividad. No es seguro, sin embargo, que hayamos aprendido de los errores y de los excesos cometidos hasta ahora, aunque deberíamos ser capaces de hacer las cosas mucho mejor.

AprendER de lOs errorEs

El País Valenciano está sufriendo en estos momentos los efectos de una crisis económica sin precedentes, la primera crisis «global», que tuvo su detonante en una combinación letal entre los excesos de la desregulación del sistema financiero, la flexibilización de la legislación urbanística española y el estallido de una burbuja especulativa en el ámbito inmobiliario norteamericano. Se ha dicho hasta la saciedad que en nuestro caso concreto se superponen tres crisis: la internacional, la española y la valenciana, con rasgos acumulativos pero diferenciados. 

Tampoco habrá que insistir en que el País Valenciano ha sido una de las autonomías que más ha sufrido y está sufriendo las consecuencias de la crisis y esto se explica no solo (que también) por la excesiva «especialización relativa» en el sector inmobiliario (favorecida –como en toda España– por el acceso a una financiación barata y sin límites) sino también por la agobiante falta de políticas proactivas y el recurso a un endeudamiento galopante destinado a mantener una política de grandeur de discutibles efectos en la tasa de crecimiento económico. 

Lo que hay que hacer o habría que hacer con el territorio es casi una evidencia si se identifican los errores y los excesos cometidos, especialmente (aunque el mal viene de más lejos) desde 1998 hasta el estallido de la crisis. Errores y excesos públicos y notorios y, sin embargo, no corregidos a tiempo. Nunca se ha hablado tanto de desgobierno y de corrupción política y administrativa como en la etapa inmediatamente anterior a la crisis. Incluso se ha llegado a hablar de procesos de «captura» de la política y de oclocracia. En el ámbito académico se han escrito ríos de tinta denunciando los males y sus orígenes, el peligroso triunfo de la banalidad. Ha sido un proceso de destrucción en toda regla (incluso dentro de la estricta legalidad, aunque no siempre). Nos hemos dejado llevar por lo que se ha denominado con acierto «capitalismo de casino». Nuestro mayor reto colectivo continúa permaneciendo en el plano de la cultura territorial, social y política. Cuando la cultura entra en quiebra, cuando hay una pobre densidad institucional y social, cuando la democracia es tan reciente y frágil en el subconsciente colectivo, entonces la opacidad y la complicidad permisiva reinan en la toma de decisiones sobre el territorio.

Una guía de principios razonable

Cualquier propuesta sobre las características de un nuevo gobierno del territorio para después de la crisis tiene que ser coherente con una serie de principios generales tan razonables como menospreciados. Principios que pertenecen a cuatro ámbitos básicos: la esfera político-administrativa, la esfera del desarrollo de unas ciudades más sostenibles, la esfera de la transición hacia un nuevo modelo productivo y la esfera de la calidad democrática.

En el primer ámbito de la esfera político-administrativa, se puede establecer la elevada conveniencia de mejorar la gobernanza territorial multinivel. Es decir, fomentar la codecisión, la coordinación y la cooperación entre las diferentes administraciones sin perder nunca de vista que cualquier política territorial es siempre una política horizontal o transversal que requiere el viejo y noble oficio de hablar, dialogar y ponerse de acuerdo.

Dentro de este ámbito, es necesario también trabajar en la escala más eficiente de gobierno del territorio, es decir, como las dinámicas territoriales no entienden de fronteras administrativas, habrá que hacer frente, con flexibilidad pero sin reticencias, a la cuestión de «la escala» más eficiente de gobierno del territorio, lo que equivale a impulsar la escala supramunicipal, a pesar de que se aplique la denominada «geometría variable» o, lo que es lo mismo, la posibilidad de que los ámbitos de gestión varíen en función del objeto de la cooperación. Aceptar el principio del gobierno supramunicipal en buena parte de las competencias «locales» (ordenación del territorio, infraestructuras, medio ambiente, ciclo del agua, promoción económica, etc.) supone admitir que hay que revisar el papel de las diputaciones y la posible sustitución de estas entidades por otras formas de gobierno supramunicipal. Por último, la escala supramunicipal obliga a hacer cesiones de competencias tanto de la Generalitat (hacia abajo) como de los ayuntamientos (hacia arriba).

En cuanto al desarrollo de ciudades más sostenibles, este punto implica un compromiso firme de avanzar hacia ciudades («reales» y no administrativas, está claro) que se caracterizan por el uso creciente de tecnologías productivas limpias, el incremento de la cohesión social, el respeto activo al patrimonio cultural construido y heredado, y por estructuras territoriales más compactas y menos dispersas. Y que todos estos avances, objetivables bajo la forma de sistemas de indicadores, se produzcan de manera simultánea e integrada.

El tercer ámbito que hay que tener en cuenta es la transición hacia un nuevo modelo productivo, porque no hay que olvidar nunca que en una política de salida de la crisis económica que sufrimos, el territorio, lejos de ser una variable pasiva, también cuenta, y mucho, porque está en el origen de numerosas economías de localización, aglomeración y red, y también porque en las políticas microeconómicas de oferta (como por ejemplo el fomento de la innovación y el desarrollo de territorios inteligentes, economías creativas y espacios urbanos de tecnología, talento y tolerancia), las políticas de los gobiernos «subcentrales» (regionales y locales) son determinantes. Además, la inevitable reconversión del sector inmobiliario y la transición del modelo turístico hacia otro más rentable, menos estacional y más respetuoso con el medio ambiente son temas en los que se impone la codecisión y la colaboración de todas las administraciones.

Por último, encontramos la esfera de la calidad de la democracia, porque es sobre todo en los gobiernos subcentrales donde se pueden tomar con probabilidades de éxito medidas dirigidas a incrementar la transparencia, la información y la participación, donde pueden desarrollarse las fórmulas de e-government y donde se puede ensayar un abanico muy amplio de innovaciones democráticas. No hace falta decir que, hoy por hoy, la opinión pública tiende a identificar –de manera injusta, pero real– los gobiernos regionales y locales como fuente permanente de corrupciones y prácticas antidemocráticas. En la regeneración democrática del territorio nos jugamos el futuro.

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© Ana Ponce & Ivo Rovira
Un nuevo gobierno del territorio para después de la crisis tiene que conseguir la reconversión del sector inmobiliario e iniciar una transición del modelo turístico valenciano hacia otro modelo más rentable, menos estacional y más respetuoso con el medio ambiente. En la imagen, vista de la ciudad de Benidorm, paradigma del modelo turístico valenciano.

«Se ha dicho hasta la saciedad que en el caso valenciano se superponen tres crisis: la internacional, la española y la valenciana, con rasgos acumulativos pero diferenciados»

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© Miguel Lorenzo
Ante la especulación u otras prácticas insostenibles en urbanismo, ha surgido un movimiento ciudadano que ha ido extendiendo un nuevo paradigma de la sostenibilidad. En la imagen, vecinos y miembros de la plataforma Salvem el Cabanyal protestan por los derribos en el barrio valenciano del Cabañal en abril de 2010.
  «No hay que olvidar nunca que en una política de salida de la crisis económica que sufrimos, el territorio también cuenta, y mucho, porque está en el origen de numerosas economías de localización, aglomeración y red»

Algunas actuaciones prioritarias

Estos principios «rectores» son los que soportan o pueden soportar toda una serie de actuaciones territoriales, entre las cuales hemos juzgado como prioritarias las que referimos a continuación.

Infraestructuras

Que las regiones son un conjunto de ciudades estructuradas por la red de comunicaciones es una evidencia, como lo es que la eficiencia de un sistema urbano depende tanto del buen funcionamiento de los nódulos (las ciudades) como de la eficiencia de la red que los une. ¿Qué nos cabe mejorar en materia de infraestructuras? Pues, básicamente lograr un mayor nivel de equilibrio entre la red viaria y la ferroviaria. En cuanto a la primera, las inversiones llevadas a cabo en las últimas décadas hacen que la accesibilidad que proporciona la red viaria pueda considerarse elevada y que las actuaciones pendientes tengan que mirarse con cuidado, limitándose a eliminar obstáculos esporádicos y no a incrementar la capacidad de la red empezando actuaciones discutibles como por ejemplo el segundo by-pass de Valencia. Otra cosa muy diferente es el déficit de infraestructuras ferroviarias. La inversión ferroviaria en áreas densamente pobladas (metro o tranvía), la mejora de las cercanías de RENFE, el ferrocarril litoral, la finalización del AVE Alicante-Francia (eliminando el embudo de Castellón–Tarragona) y la construcción de la red ferroviaria para mercancías propuesta por FERRMED parecen prioridades razonables para las próximas décadas.

Los «outputs» no deseados

El territorio no es solo un apoyo pasivo de las actividades que se localizan en él. Ofrece (con el concurso de las infraestructuras y las ciudades) economías de aglomeración, localización y red, pero también «devuelve» a la sociedad los costes derivados de su uso en forma de externalidades negativas y riesgos medioambientales que, si no son internalizados por particulares y empresas, tienen que ser soportados por la colectividad, es decir, por el sector público. En este capítulo de outputs no deseados podríamos incluir una serie de temas desgraciadamente muy conocidos: la lamentable situación de los residuos (tanto en la recogida como en el tratamiento y la eliminación), las inversiones pendientes en el ciclo del agua (especialmente los déficits que permanecen en el ámbito de la depuración de aguas y en el impulso de las desaladoras necesarias) y la degradación de espacios naturales –especialmente costeros– como consecuencia del exceso de presión urbanística. Habrá que tomar medidas (de dotación o mitigación) en estos tres ámbitos.

Los parques naturales y los espacios de la Red Natura

La desmesurada expansión de suelo artificializado en la última década ha sido en parte compensada por la multiplicación de parques naturales y de espacios naturales protegidos que pertenecen a la denominada Red Natura de la Unión Europea. Esta es, sin duda, una buena noticia que, aun así, requiere una matización necesaria: demasiado a menudo el esfuerzo público finaliza en la declaración formal de protección o, en el caso de los Parques Naturales, de los Planes de Ordenación de los Recursos Naturales (PORN). Falta, por tanto, una actuación decidida para lograr una valorización pública de este patrimonio natural y un nivel de renta per capita digno para los habitantes de estos lugares. Ambos objetivos requieren un nivel de inversión pública que ha estado ausente, al menos en el porcentaje deseable.

Exprimir el territorio

Que, desde 1998 hemos sufrido, de nuevo, un proceso de sobrevaloración de activos inmobiliarios o, en términos más populares, de burbuja especulativa, es una evidencia que incluso los más reacios a aceptarla se han visto obligados a reconocer. Prescindiendo de la destrucción de un tejido económico muy vinculado a la construcción y del consiguiente incremento exponencial del paro, la herencia territorial que nos ha dejado el boom es difícil de menospreciar. Hemos artificializado en poco más de una década más del 50% del suelo que se había dedicado a usos urbanos antes de 1987, con el factor agravante de una concentración extraordinaria de la ocupación de nuevos espacios en la franja costera (10 km de la costa). Hemos visto cómo el paisaje se degradaba y los recursos naturales se despilfarraban. Hemos asistido a la proliferación de asentamientos de baja densidad en régimen disperso, socialmente muy costosos. Hemos podido comprobar los nocivos efectos sobre la ética pública de esta verdadera quimera del oro y cómo la corrupción y la connivencia público-privada en los negocios urbanísticos disfrutaban del beneplácito de una población que, de alguna manera, participaba de forma extensa (o querría participar) en esta euforia. Hemos comprobado la importante transferencia de ganancias procedentes de sectores productivos con problemas a un sector inmobiliario donde las tasas de rentabilidad eran muy elevadas. Hemos podido identificar la presencia de una fuerte demanda de inversión foránea atraída por la miel de incrementos acumulativos anuales de precios de viviendas y solares superiores al 10% en términos reales. Y, al final, hemos experimentado en carne propia los efectos de la caída al precipicio (que no el aterrizaje suave que algunos preconizaban).

¿Hemos aprendido la lección? Se puede poner en duda cuando leemos en la prensa y en algún informe técnico que algunas grandes operaciones del pasado ya aprobadas (Rabassa, Cullera, Catarroja, Manises, El Puig…) no son revisadas y que continúan aprobándose otras nuevas (Marina d’Or como buque insignia pero bien acompañado) «para cuando vuelvan los buenos tiempos». El problema es que ni probablemente volverán los «buenos tiempos» (con un exceso de viviendas finalizadas no vendidas de cerca del millón en toda España y del correspondiente 15% en nuestro territorio) ni nos conviene que vuelvan, particularmente por los costes sociales y medioambientales que ha supuesto tener un País Valenciano «alicatado».

Haría falta que se planteara una revisión en profundidad del modelo territorial y de operaciones aprobadas y no ejecutadas, una supresión del crecimiento disperso de baja densidad, una difícil reconversión del llamado turismo residencial que ha condenado a la banalidad a buena parte del sector turístico valenciano y, antes que nada, una normativa sencilla y a la vez drástica que impidiera que los ayuntamientos continuaran calificando de manera suicida más terreno urbanizable. Ya tenemos bastante con «digerir» las existencias acumuladas.

El gobierno del territorio

Una nueva política territorial requiere también otra manera de gobernar el territorio. No hay duda de que este es un tema incómodo para la Generalitat, para las diputaciones, para los ayuntamientos y para los partidos políticos, tan pendientes del número de escaños y de los equilibrios del poder. La realidad, aun así, es muy tozuda y, al final, habrá que aceptar que sí que hay otra manera más lógica y eficiente de gobernar el territorio, diferente de la defensa encarnizada de las posiciones ganadas y la instauración de la falta de diálogo entre los niveles de administración como forma habitual del no-gobierno.

Parece que se impone una serena pero urgente reflexión sobre la importancia de la escala en el gobierno del territorio. Tal vez tendríamos que avanzar en la línea apuntada por la iniciativa de las veguerías en Cataluña y prestar mucha más atención a los fenómenos de colaboración supramunicipal desencadenados por la Ley de Chevènement en Francia. En cualquier caso, y de manera independiente de la reflexión antes reclamada, la cooperación interinstitucional entre administraciones con competencias en el mismo territorio tendría que dejar de lado de una vez por todas el campo de la retórica.

Un país de ciudades

Un objetivo irrenunciable es que los valencianos podamos disfrutar de unas ciudades más amables, habitables, creativas, cultas y democráticas. Afortunadamente, tenemos una red de ciudades densa y bastante bien estructurada con presencia significativa de ciudades medias. Aun así, esta es una condición necesaria pero no suficiente. Se tiene que favorecer la red de ciudades, el diálogo entre los alcaldes, el intercambio de buenas prácticas. También hay que aumentar radicalmente la calidad de la democracia local, dejar hablar a los ciudadanos y escucharlos, informarles y hacerles partícipes de las decisiones. Todo ello es un problema de cultura. No de cultura política sino de cultura tout court. Si no se abren las ventanas y continúa reinando la opacidad, las administraciones y los políticos tendrán legitimidad democrática pero no disfrutarán del respeto de la ciudadanía ni de autoridad moral. Los conflictos son inevitables y fuente de progreso. Reflejan la diversidad de intereses e ideologías, y una sociedad sin conflictos solo puede ser una sociedad políticamente y socialmente reprimida. Si, como decía el viejo adagio medieval, «el aire de la ciudad nos hace libres», necesitamos más ciudad, más vecindad, más participación. Si la desafección ciudadana domina la vida local, el conjunto de la sociedad se resentirá y peligrarán libertades conquistadas y estados de bienestar alcanzados.

La crisis financiera

Las políticas de coste cero son prácticamente inexistentes. En este papel hemos propuesto un montón de acciones, algunas de las cuales, es cierto, tienen un cariz marcadamente cualitativo. Aun así, otras muchas requieren unos recursos financieros que, a estas alturas, parece inverosímil que podamos tener a nuestra disposición. Y la causa es una profunda crisis financiera que, si bien está estrechamente ligada a la crisis económica (caída de ingresos e incremento de los gastos de protección social con la aparición de elevados déficits), en nuestro país alcanza proporciones más preocupantes debido a los niveles logrados de deuda por habitante tanto de la Generalitat como de muchos ayuntamientos (con notables efectos dominó entre administraciones). Por lo tanto, si hablamos de un territorio para después de la crisis, no podemos dejar de reclamar como condición previa un plan de saneamiento financiero radical. Sin esta pata, buena parte de las propuestas formuladas aquí no pasarán de ser declaraciones de buenas intenciones.

Por una nueva cultura del territorio

Nos hace falta un nuevo territorio para después de la crisis y no tendríamos que ser demasiado pesimistas. La famosa inscripción en la puerta del infierno en La Divina Comedialasciare ogni speranza») siempre tendrá seguidores entre los escépticos, pero no olvidemos que, al mismo tiempo que se perpetraban actuaciones rechazables en el territorio, algo iba cambiando también (tal vez como reacción) en el imaginario colectivo. El discurso de la «nueva cultura del territorio» ha calado con fuerza en los ámbitos académicos y profesionales. Al Manifiesto por una nueva cultura del territorio de 2006, le han sucedido otros, como el Manifiesto fundacional por una nueva cultura del agua y otros manifiestos y declaraciones para la mejor protección del paisaje. Contra la especulación urbanística, las prácticas insostenibles en materia de urbanismo y la generalización de la corrupción urbanística, el movimiento ciudadano ha logrado un extraordinario crecimiento tanto en España como en el País Valenciano. Los «salvem», las plataformas de «defensa» o «custodia» han hecho oír su voz y los medios de comunicación se han hecho eco de ello. El nuevo paradigma de la sostenibilidad se ha extendido como una mancha de aceite y los poderes públicos (no todos ni en todos los lugares) han iniciado otro discurso más acorde con los intereses de los ciudadanos.

Ahora bien, no podemos estar seguros de haber aprendido de los errores. Porque, quizás, no nos ha servido la experiencia de anteriores burbujas especulativas. No es seguro que la cultura de exprimir el territorio haya desaparecido. Pensemos que durante los años de expansión, el territorio era la «quimera del oro». Ahora, en la recesión, sin embargo, puede pasar que la necesidad de luchar contra el paro puede volverse también en contra del territorio y esto servir de excusa para volver a viejas prácticas, en lugar de favorecer la definición de un modelo alternativo.

Los pueblos más cultos de Europa han sido capaces de lograr un equilibrio respetuoso entre cultura, historia, tradición, modernidad y competitividad. Nosotros los valencianos podemos hacer lo mismo. No es seguro que hayamos aprendido de los errores y de los excesos, insistimos, pero esta vez, como dice el personaje de Lewis Carrol en el pasaje de Alicia en el País de las Maravillas titulado «Una merienda de locos», tendríamos que ser capaces de «hacer las cosas mucho mejor».

BIBLIOGRAFÍA
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Joan Romero. Catedrático de Geografía, Universitat de València.
Josep Sorribes. Profesor titular de Economía Aplicada, Universitat de Valè­cia.
© Mètode 68, Invierno 2010/11.

 

«La inevitable reconversión del sector inmobiliario y la transición del modelo turístico hacia otro más rentable, menos estacional y más respetuoso con el medio ambiente son temas donde se impone la colaboración de todas las administraciones»

«La opinión pública tiende a identificar a los gobiernos regionales y locales como fuente permanente de corrupciones y prácticas antidemocráticas»

© Mètode 2011 - 68. Después de la crisis - Número 68. Invierno 2010/11