Ciencia y literatura

¿Ya ha acabado la guerra entre las dos culturas?

https://dx.doi.org/10.7203/metode.82.3563

Joseph_Wright_of_Derby_The_Alchemist

Desde que la alquimia empezase a desafiar la autoridad de la Iglesia, el estatus del conocimiento científico especializado y de la alta cultura, siempre relativo, ha sido muy cuestionado. Durante siglos, los escritores, como adalides de la cultura, han atacado las pretensiones de la ciencia ridiculizando a sus practicantes y pintándolos bien como seres malvados, obsesivos y tal vez enajenados o bien como tontos e ineptos inventores cuyos experimentos fallan irremisiblemente. Discutiremos ejemplos de ambos modelos en su contexto histórico. A finales del siglo XX, aparece un nuevo género, conocido como «literatura de laboratorio»(lab-lit). En él los científicos se ven retratados no según los estereotipos sino como personas corrientes, que se dedican a la ciencia como se dedicarían a cualquier otra profesión en un contexto real, y comprometidos con los problemas éticos y sociales que implica la investigación. En este artículo veremos las razones que explican la aparición de esta «literatura de laboratorio».

Palabras clave: estereotipos científicos, literatura de laboratorio, alquimia, conocimiento, poder.

Cuando C. P. Snow, químico británico y autor de una oncena de novelas, acuñó la expresión «las dos culturas» como título de su conferencia Rede (1959), intentaba señalar las deficiencias del sistema educativo británico, el cual, en su opinión, favorecía las humanidades, especialmente los clásicos, en detrimento de las materias científicas. También insistió en que ambos sectores, humanistas y científicos, mostraban una alarmante ignorancia en los más elementales conocimientos de las otras disciplinas: científicos que nunca habían leído una novela de Charles Dickens y licenciados en humanidades incapaces de entender los términos científicos más simples (Snow, 1959). A pesar del amplio debate que generó la conferencia, no cambió gran cosa. Muchos científicos estaban, por necesidad, demasiado enfrascados en la investigación como para leer cualquier otra cosa aparte de los artículos más cercanos a su disciplina, y a los no científicos les disuadía el lenguaje especializado incluso de los reportajes que divulgaban los últimos avances científicos.

En cualquier caso, la brecha era mucho más antigua y profunda de lo que Snow sugería. Con un pie en cada disciplina, quizá era desconocedor de los quinientos años de hostilidad entre los defensores de los dos campos de conocimiento: por una parte, la tradicional alta cultura defendida por una minoría ilustrada y durante siglos asociada con la Iglesia; y por la otra el «conocimiento especial», que era el territorio de los que habían penetrado en las «artes negras» de la alquimia y, más tarde, en la ciencia.

«Exceptuando unos pocos casos, la inmensa mayoría de los científicos de ficción aparecen como ineptos y tontos, o como aviesos y obsesos rayanos en la locura»

La condena de la alquimia del papa Juan XXII en 1317 (Duncan, 1968) trataba fundamentalmente de evitar que se cuestionase la autoridad y representa un intento de erradicar un poder subversivo independiente de reyes, prelados o generales. A este «conocimiento especial» se le consideraba, y todavía se le considera, más difícil de adquirir y más influyente en aquello que prometía cumplir. Haciendo caso omiso de la condena eclesiástica, clientes de toda condición social visitaban a los alquimistas en secreto, atraídos por la esperanza de salud, poder y longevidad que los alquimistas aseguraban ser capaces de ofrecer mediante la piedra filosofal, que supuestamente convertía metales comunes en oro, mediante un elixir de la juventud que curaba enfermedades, combatía el envejecimiento e incluso proporcionaba la inmortalidad, mediante el poder ilimitado del movimiento perpetuo y también mediante la generación de homúnculos.

Antes de que despachemos como tonterías estas promesas de la alquimia convendría advertir que la ciencia moderna ofrece una lista llamativamente similar de reclamos: apela a la codicia prometiendo producir valiosos recursos, al deseo de longevidad con compuestos antienvejecimiento y también ofrece energía «ilimitada», sucesivamente identificada con la energía eléctrica, solar, eólica o nuclear. Y aunque ya no busquemos cómo producir homúnculos, no hemos renunciado a crear vida por medios artificiales, para nuestros propios fines, fijando nuestras condiciones y en nuestro propio tiempo. Tales promesas apelan a las debilidades y deseos humanos más elementales: la codicia, la vanidad, la manipulación y el ansia de poder.

A pesar de sus atractivos, la alquimia también levantaba suspicacias, y no solo por las advertencias de la Iglesia. Penetrar en el laboratorio de un alquimista, lleno de aparatos extraños, olores misteriosos, brebajes burbujeantes, arcanos símbolos de la tradición hermética, más la figura del alquimista, sin duda debía ser una experiencia intimidadora, como se muestra en la obra de Joseph Wright de Derby, El alquimista en busca de la piedra filosofal descubre fósforo (figura 1). La alquimia se temía tanto como se deseaba y esta desconfianza todavía envuelve a la caja de Pandora de la ciencia. Las grandes catástrofes asociadas con avances científicos aparentemente maravillosos están bastante frescas en nuestra memoria: Harrisburg, Chernóbil, Fukushima, los desastres ambientales cada vez más frecuentes, los efectos secundarios imprevistos de productos y procedimientos médicos y cosméticos, los problemas socioéticos que suscita la ingeniería genética… A los humanistas no les ha faltado una buena cantidad de munición para atacar la ciencia y a lo largo de los siglos los escritores de ficción se han inspirado en estos argumentos, una colección de mitos utilizados para desacreditar el conocimiento especializado.

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Figura 2. La caracterización paródica del científico se burla de los aspirantes a poderosos científicos. Sus fracasos proporcionan al autor una especie de alegría del autor por el mal ajeno, de represalia contra las pretensiones de conocimiento científico.

Un elemento central en esta continua pugna por cuestionar los conocimientos científicos es la figura que representa a la ciencia. Un estudio detallado de sus rasgos semióticos, desde el alquimista medieval hasta el científico moderno, indica que se pueden clasificar en unos pocos estereotipos: el alquimista esotérico; el tonto virtuoso o, más tarde, el inventor fracasado; el científico insensible alejado de las preocupaciones humanas; el aventurero transgresor de fronteras; el científico sabio e idealizado; el investigador obsesionado con llevar adelante un proyecto cueste lo que cueste y el científico impotente para controlar su creación intelectual (Haynes, 1994: 3-4). De estos siete estereotipos, solo uno, el científico idealizado, es inequívocamente elogioso, un héroe aventurero y cualificado que aparecía solo en raras ocasiones y brevemente, especialmente en las novelas de Julio Verne. La utópica Nueva Atlántida de Francis Bacon (1626), la gobiernan con sabia benevolencia unos científicos-políticos que suprimen voluntariamente cualquier conocimiento potencialmente perjudicial para la sociedad, y en 1727, a la muerte de Isaac Newton, autor de un modelo cómodamente predecible del Sistema Solar, se le dedicaron odas festivas, en las que ascendía al cielo para descubrir los (muy) pocos hechos astronómicos que se le pudieran haber pasado por alto. Al acabar la Primera Guerra Mundial aparecieron de nuevo algunas novelas utópicas que defendían que los científicos se convirtiesen en los gobernantes de un Estado mundial para evitar futuras guerras; y en la mitad de su carrera H. G. Wells planteó algunas insulsas sociedades utópicas administradas con criterios científicos por personajes poco convincentes.

Descripciones históricas de científicos

Exceptuando estos pocos casos, la inmensa mayoría de los científicos de ficción aparecen como ineptos y tontos, o como aviesos y obsesos rayanos en la locura. Ambos modelos representan una especie de ofensiva de los humanistas para tratar de contraatacar a las poderosas figuras e instituciones de la ciencia.

«La caracterización paródica actúa para apaciguar los temores que puedan despertar los científicos presentándolos como unos estúpidos y a sus experimentos como inútiles»

El primero, la caracterización paródica, como en el caso de las caricaturas de personajes relevantes, actúa para apaciguar los temores que puedan despertar los científicos presentándolos como a unos estúpidos y a sus experimentos como inútiles. Desde el desventurado alquimista de Chaucer en el «Cuento del criado del canónigo» (1475) o los virtuosos necios llevados a escena en el siglo XVII y los Proyectores de Laputa que Swift presenta en el libro II de Los viajes de Gulliver (1726) (Haynes, 1994: 35-51), hasta los profesores locos de las películas cómicas del siglo XX como Un sabio en las nubes (1961), El profesor chiflado (1964, 1996), Cariño, he encogido a los niños (1989) y muchos elementos de la serie de televisión Dr. Who, estos personajes se burlan de los aspirantes a poderosos científicos (figura 2). Sus fracasos proporcionan al autor una especie de alegría por el mal ajeno, de represalia contra las pretensiones de conocimiento científico.

Por otra parte está el papel narrativo de la locura, en el que el científico malvado funciona como una advertencia. Un personaje peligroso y desmedidamente ambicioso, obsesionado con romper con las limitaciones humanas, arrogante, sibilino y prepotente. La actividad introspectiva de sus investigaciones eclipsa cualquier otra responsabilidad y lo convierte en impersonal, amoral y despiadado en la persecución de sus objetivos. En muchos casos desencadena una ola de sucesos como castigo, la representación de nuestras peores pesadillas, para advertirnos de que el nuevo y peligroso conocimiento puede acarrear consecuencias desastrosas o que puede ser deliberadamente mal utilizado. Antepasados literarios del científico loco son el doctor Fausto, Víctor Frankenstein, el doctor Jekyll, el doctor Moreau, Griffin (el Hombre Invisible) y una multitud a la que podemos sumar las películas. De hecho el Frankenstein de Mary Shelley se ha convertido en un arquetipo por derecho propio, aplicable a cualquier experimento que fracase, hasta el punto de que popularmente la relación con su creación frecuentemente se ha convertido en una identificación completa: Frankenstein es el monstruo. Andrew Tudor calculó que los científicos locos o sus creaciones habían provisto de villanos o monstruos a una tercera parte de las películas de terror producidas entre 1931 y 1984 y que la investigación científica o psiquiátrica causó el mayor número (39 %) de las amenazas en esas películas de terror (Tudor, 1989). Más recientemente Peter Weingart y sus colaboradores analizaron 222 películas y encontraron que, aunque un gran número de filmes presentaban científicos bonachones, se trataba de una cualidad ambivalente, muchas veces basada en la ingenuidad: los aparentemente buenos científicos son a menudo manipulados por los poderosos intereses malignos o ellos mismos pueden corromperse por ambición y, como su antecesor, el doctor Fausto, estar dispuestos a sacrificar los principios éticos por conocimientos (Weingart et al., 2003).

Durante la Ilustración la ciencia se identificó con el materialismo, el racionalismo y el reduccionismo de los organismos vivos a meros mecanismos. Todo el abanico de reproches que en aquel momento se dirigía contra la ciencia se ve vívidamente capturado en Experimento con un pájaro en una bomba de aire, del artista inglés Joseph Wright de Derby (figura 3). El demostrador que dirige el experimento de la bomba de aire, diseñada por Robert Boyle, de la Royal Society, para mostrar que el aire es necesario para la vida, se apresta a introducir aire dentro del frasco para que el ave pueda revivir; pero espera hasta que el pájaro esté a punto de morir, con el fin de dramatizar el efecto. La expresión extraviada y la vestimenta anacrónica recuerdan a un alquimista totalmente absorto en su experimento. El hombre que aparece en primer plano registra con su reloj el tiempo exacto que tarda el ave en perder el conocimiento o en morir; el otro hombre y el joven asistente con el fuelle también se centran en el experimento. Representan la nueva fascinación que despierta una ciencia divorciada de las preocupaciones humanas. Los jóvenes enamorados se miran el uno al otro y aprovechan las tenues luces para mirarse a los ojos. Por el contrario, los niños, cuyos valores en la literatura están casi siempre más cerca de la verdad, se angustian por el sufrimiento del pájaro, reducido a meros datos experimentales.

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Figura 3. Joseph Wright de Derby. Experimento con un pájaro en una bomba de aire, 1768. Óleo sobre lienzo, 244  183 cm. Durante el período de la Ilustración se identificó a la ciencia con el materialismo, el racionalismo y el reduccionismo de los organismos vivos a meros mecanismos. En la pintura de Wright, el alquimista está totalmente absorto con su experimento. Por el contrario, los niños, cuyos valores en la literatura casi siempre están más cerca de la verdad, padecen por el pájaro, cuyo sufrimiento se ve reducido a un simple dato experimental. / National Gallery de Londres

La cosificación de seres vivos era algo execrable para los escritores románticos, que, con pocas excepciones (especialmente los románticos alemanes Novalis, Friedrich Schlegel, Goethe y J. W. Ritter, todos los cuales habían estudiado ciencias) desconfiaban de la capacidad de los científicos para desarrollar una visión de los organismos vivos. Lanzaron una ofensiva radical contra la ciencia, alegando que deja de lado las experiencias humanas más importantes: las emociones, la intuición, el poder de la imaginación y el subconsciente y las propiedades curativas de la naturaleza. El poeta inglés William Blake (1820: 685) condenaba a Newton por archimecanicista, a Francis Bacon por ser el profeta de la ciencia experimental y a John Locke por enseñar que solo conocemos gracias a nuestros cinco sentidos.

La respuesta de Blake la simboliza Newton, un grabado de 1795 (figura 4)que muestra a un joven midiendo con un compás la base de un triángulo equilátero dibujada en un pergamino. La curva de la espalda doblada del joven es paralela al arco inscrito en el triángulo y la postura triangular de la pierna derecha, la muñeca izquierda y los dedos estirados de ambas manos repiten el ángulo que forman el compás y el triángulo del dibujo, lo que simboliza que la humanidad de Newton se ha convertido en una parodia matemática de sí mismo (Damon, 1979: 299).

«A los humanistas no les ha faltado munición para atacar la ciencia y a lo largo de los siglos los escritores de ficción se han inspirado en estos argumentos, una colección de mitos utilizados para desacreditar el conocimiento especializado»

Durante el siglo XX los científicos de ficción a menudo eran peligrosos anarquistas que chantajeaban a la sociedad con las armas y procedimientos de los científicos reales, como la guerra biológica o los rayos X. Después, al igual que sus colegas en la vida real, crearon armas nucleares solo porque podían hacerlo, y experimentaron en la transmutación de las especies y el trasplante de órganos, manipularon el genoma humano mediante la ingeniería genética y la clonación y concibieron nuevos procedimientos de condicionamiento psicológico. Estos personajes, condenados por su inhumanidad y su obsesión por seguir una línea de investigación particular, a menudo irracional en su concepción, parecen incapaces de prever las probables consecuencias de sus experimentos. Por ejemplo Frankenstein, que, como es de todos conocido, esperaba que su creación, construida a partir de trozos de diferentes cuerpos, sería bella e inteligente. Durante los meses que tardó en construirla nunca previó el resultado final, hasta el momento del éxito experimental, cuando la Criatura se insufla de vida y su creador se da cuenta de la figura tan horrible que presenta: «vi cómo la criatura abría los ojos amarillentos y apagados. […] ahora que lo había conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía y la repugnancia y el horror me embargaban.» (Shelley, 1996: 34).

Una parte consustancial y esencial de estas obras de ficción es que los científicos casi invariablemente reciban su merecido en forma de «justicia poética» de manos de sus propios experimentos. En la novela de H. G. Wells, el Dr. Moreau acaba asesinado por las bestias que había creado e intentado civilizar (Wells, 1967), un planteamiento que encontramos en numerosas versiones cinematográficas con técnicas que han ido actualizándose al ritmo de las investigaciones científicas: a los trasplantes quirúrgicos les siguió la biotecnología y luego la ingeniería genética. En La mosca (1958 y 1986) André Delambre (Seth Brundle en la película de 1986) desarrolla una máquina que permite teletransportar los seres vivos a nivel molecular entre dos receptáculos. Cuando el protagonista estaba experimentando esta técnica consigo mismo, no se da cuenta de que había entrado una mosca en el receptáculo receptor y sus moléculas acaban mezclándose con las del insecto, por lo que experimenta una atrofia progresiva de sus características humanas a la vez que va adquiriendo las propias de una mosca. En Los niños del Brasil (1978) y en Parque Jurásico (1993) los biólogos intentan clonar a Adolf Hitler, en la primera, y a dinosaurios, en la segunda, a partir de ADN residual, con resultados igualmente desastrosos.

Una imagen peculiar del siglo XX fue la del científico bienintencionado cuyos descubrimientos son arrebatados por fuerzas poderosas (multinacionales, gobiernos, militares) y que ya no es capaz de controlar. Estos científicos no persiguen ninguna intención perversa con el resultado de su trabajo, ni tampoco se aíslan deliberadamente de los demás seres humanos; por el contrario, la mayoría comienza con altas intenciones morales; pero, voluntariamente o no, pierden el control, ya sea en el plano tecnológico o debido a la aplicación que la empresa para la que trabajan hace de sus descubrimientos. Como ha señalado Spencer Weart (2001): «Muchos de los temores que suscita la ciencia y la tecnología no son temores a la ciencia y a la tecnología por sí mismas sino que se refieren al sistema social y los expresan personas que sienten que no controlan las decisiones que se toman.»

«Algunos científicos se han interesado tanto por la comunicación que ellos mismos han acabado escribiendo ficción, como la citóloga Jennifer Rohn»

Es por tanto interesante que en el siglo XX apareciese un número significativo de novelas en las que los científicos no aparecen estereotipados como figuras malignas, peligrosas o estúpidas, sino como personas corrientes y en las que la ciencia influye de la misma forma que influiría cualquier otra profesión, es decir, que también se preocupan por otros asuntos perfectamente humanos (familia, amistades, amor, fracaso, dinero, enfermedad, política, pena y cuestiones éticas). Las precursoras fueron las novelas de tema científico de H. G. Wells Ann Veronica (1909) y The World Set Free y las de C. P. Snow The Search (1934), The New Men (1954) y The Affair (1960). El género novelístico bautizado como lab-lit o literatura de laboratorio intersecciona con este grupo, pero también explora un tema científico en particular a través de los pensamientos y las acciones de los protagonistas. Los autores de literatura de laboratorio también se preocupan por entender y transmitir cómo se trabaja actualmente para hacer  ciencia, cómo piensan los científicos tanto dentro como fuera de sus laboratorios y cómo afrontan los problemas éticos de su entorno.

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Figura 4. William Blake. Newton, 1795. Tinta y acuarela sobre papel, 60 46 cm. El poeta inglés William Blake mostró su rechazo al archimecanicismo de Newton representándolo como si hubiese perdido sus atributos humanos para convertirse en una parodia matemática de sí mismo. / Colección Tate

El auge de la literatura de laboratorio

¿Por qué ha surgido este nuevo interés por los científicos como personas reales? Jennifer Rohn, quien acuñó el término lab-lit (Rohn, 2009), sugiere que el hecho de que un número suficiente de autores prestigiosos hayan recurrido a este género puede haber animado a otros escritores, así como a los editores, a ver un futuro en este subgénero y el movimiento se ha puesto en marcha. Pero quiero sugerir otras posibles razones de la creciente popularidad de la literatura de laboratorio y de la correspondiente desaparición tanto del inventor tonto como del científico chiflado y malvado.

En primer lugar, nuestra generación está más familiarizada que la anterior con los científicos gracias a sus apariciones como presentadores de televisión. Tras los pasos de pioneros como Carl Sagan y Jacques Cousteau, llegaron las diversas series de la BBC protagonizadas por David Attenborough y dedicadas a la biología, la serie La Tierra (2007), de Iain Stewart; Chemistry (2010), de Jim Al-Khalili; los documentales sobre los chimpancés de Jane Goodall (1984-2011) y las series de astronomía de Brian Cox, Wonders of the Solar System (2010) y Wonders of the Universe (2011), así como los muchos programas de la naturaleza del National Geographic y del Discovery Channel (figura 5). Todas estas series han sacado a los científicos de sus laboratorios y los han mostrado como aventureros al aire libre, fascinados por nuestro planeta, respetuosos con el medio ambiente, atractivos; en definitiva, como la gente normal pero más elocuentes y con más conocimientos, como unos maestros carismáticos y espontáneos.

«Los autores de literatura de laboratorio también se preocupan por entender y transmitir cómo se trabaja actualmente para hacer ciencia, cómo piensan los científicos tanto dentro como fuera de sus laboratorios y cómo afrontan los problemas éticos de su entorno»

Además, con los recursos que proporciona Internet, estamos más capacitados que nunca para aprender ciencia, especialmente medicina y sus consecuencias, al nivel que queramos. Ya no nos sentimos a merced de lo que los científicos nos digan en los medios de comunicación; el conocimiento, antes reservado a unos pocos especialistas, se ha democratizado y ya no es un instrumento de poder en manos de una minoría.

Asímismo, los escritores ya no «necesitan» científicos para que hagan de malos terribles y poderosos y actúen de fuente de terror. Para ese papel pueden elegir muchos «Otros» contemporáneos: pistoleros locos, fanáticos religiosos, organizaciones de finanzas, multinacionales químicas, empresas mineras y farmacéuticas o terroristas. Sus actividades están bastante menos controladas que las de los científicos, cuyos proyectos tienen que ser aprobados por los comités de ética.

Por otra parte, los laboratorios ya no son versiones actualizadas de la cueva del alquimista, sino que, como aparecen en los programas de televisión, en especial los que muestran la investigación médica, son pulcros, luminosos y están atendidos por igual número de hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes, convencidos de los beneficios humanos y sociales de su trabajo y cuyo comportamiento no guarda ningún parecido con los alquimistas o con Albert Einstein.

En particular, en las últimas dos décadas, los científicos se han dado cuenta de que necesitan mejorar como comunicadores si quieren popularizar y legitimar sus investigaciones y obtener financiación. En general, los científicos no disponen ni de tiempo ni de contactos para conseguir esto por sí solos, por eso confían en los periodistas la misión de salvar la brecha comunicativa que separa sus conocimientos de los del público general. Tradicionalmente los científicos solo se relacionaban entre sí y habían levantado una frontera para proteger el proceso de obtención de conocimientos contra «la corruptora influencia externa de, por ejemplo, el dinero, el poder o la corrección política». Esta actividad divulgativa «transfronteriza», en cambio, les exige depositar una confianza considerable en los periodistas (Peters, 2014).

Algunos científicos se han interesado tanto por la comunicación que ellos mismos han acabado escribiendo ficción –no solo ciencia ficción, sino narrativa convencional pero sobre científicos como ellos mismos o sus colegas. La citóloga Jennifer Rohn ha escrito dos novelas, Experimental Heart (2009) y The Honest Look (2010), sobre unos jóvenes investigadores inmersos en una rompedora e impactante investigación sobre el cáncer y el Alzheimer, y los recurrentes problemas e implicaciones éticas que plantean las presiones en un entorno tan competitivo en el que todos quieren ser los primeros en publicar sus resultados. Allegra Goodman, en Intuition (2010), explora la situación explosiva de un centro de investigación en apuros económicos cuando un joven postdoctorado es acusado por un colega de falsificar sus resultados.

En otras novelas científicas actuales, los investigadores se aventuran en un trabajo de campo relacionado con el medio ambiente que pone sus vidas en peligro, lo que proporciona dramatismo a la historia. En Playa de Brazzaville (1990), de William Boyd, alguien quiere acabar con la vida de Hope Clearwater, una bióloga que estudia los chimpancés en África, cuando sus observaciones ponen en duda las del director del proyecto. En La casa de los primates (2010), de Sara Gruen, una científica del Great Ape Language Lab está decidida a salvar a «su» familia de chimpancés de la explotación comercial y de cualquier daño. En La marea hambrienta (2004), de Amitav Ghosh, una bióloga marina emprende una cruzada para salvar los delfines de río en el golfo de Bengala y acaba envuelta en una peligrosa intriga política. En The Falling Sky (2013), de Pippa Goldschmidt, una joven astrónoma hace una observación que puede cambiar el paradigma cosmológicamente establecido del Big Bang. Los celos de sus colegas la van dejando aislada, lo que incrementa los traumas familiares que arrastra desde la infancia.

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Figura 5. Los programas de televisión dedicados a la ciencia sacan a los científicos de sus laboratorios para mostrar una versión diferente a la del científico estereotipado: aventureros, fascinados por nuestro planeta, atractivos… Jane Goodall (a la izquierda), David Attenborough (a la derecha) o Carl Sagan son algunos ejemplos.

Estos escenarios tan diversos, la variedad de tramas que se pueden desarrollar y el nivel de verosimilitud que alcanzan los novelistas que escriben sobre experiencias que conocen de primera mano han borrado la diferenciación simplista entre los científicos y el resto de personas. Llama la atención que muchos de los protagonistas de la narrativa de laboratorio sean chicas, científicas jóvenes que raramente habían formado parte de los estereotipos anteriores.

Otra de las razones que explican la popularidad del género es que ahora estamos mucho más dispuestos a aceptar los descubrimientos e inventos que rompen algún tabú y, por tanto, también somos más receptivos a los científicos que los proponen.

Eso está especialmente claro en lo referente al nacimiento y a la muerte, pero también se puede aplicar a otras cuestiones de interés social. Podemos comparar la acogida que tuvo la píldora anticonceptiva en la década de los sesenta con la que ha tenido la selección genética de embriones en los noventa. La trasferencia de embriones, las madres de alquiler, el descarte de embriones con malformaciones genéticas incurables, la experimentación con células madre, la ingeniería genética y el trasplante de órganos se pueden explorar objetivamente en novelas y las implicaciones éticas de estos temas se pueden discutir racionalmente. En su novela Stem Cell Symphony (2008), Ricki Lewis enlazaba estos conceptos con sus implicaciones sociopolíticas y recreaba un acuerdo que resolvía el punto muerto entre científicos y los que se oponen categóricamente a la investigación con células madre por razones religiosas o humanitarias.

Otro factor importante que contribuye a la desaparición de la figura del científico maligno es la preocupación por las cuestiones ambientales. Hasta hace poco los científicos eran acusados de destruir la naturaleza por la producción de pesticidas, la contaminación radioactiva de armas y centrales nucleares, los residuos químicos, el monocultivo, los suplementos alimenticios a base de hormonas, etc. Aunque es evidente que la investigación de estos campos la llevaron a cabo científicos, estos problemas hoy en día se suelen atribuir más bien a sus empleadores –compañías farmacéuticas, laboratorios de investigación médica, bancos de genes, industria agropecuaria y compañías mineras–, mientras que los científicos se suelen presentar como castos y heroicos guerreros ecologistas que emplean los poderes que les dan sus conocimientos para prevenir a los gobiernos y a la sociedad sobre el peligro del cambio climático y las catástrofes ambientales y para proponer acciones que mitiguen estos desastres. Una cantidad considerable de novelas y películas científicas tratan estos temas: ­Carbon Dreams (2001), de Susan Gaines; La marea hambrienta (2004), de Amitav Ghosh; o Avatar (2009).

Conclusión

El nuevo género de la literatura de laboratorio y las novelas que se inscriben en él y que protagonizan científicos contemporáneos están haciendo olvidar la enemistad entre científicos y el resto de la gente, tema recurrente en la ficción durante quinientos años. Los no científicos ya no necesitan ponerse en guardia ante los científicos ni sentirse amenazados por ellos como si fuesen un siniestro y poderoso «Otro», sino que se están convirtiendo en sus iguales, gracias a la divulgación de sus investigaciones, y en aliados en el objetivo común de proteger el medio ambiente.

 

Referencias

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© Mètode 2014 - 82. Encuentros - Verano 2014
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Miembro de la Academia Australiana de Humanidades. Profesora asociada de Humanidades. Universidad de Nueva Gales del Sur (UNSW), Australia. Miembro honorario de la Escuela de Inglés, Periodismo y Lenguas Europeas. Universidad de Tasmania, Australia.