La educación en tiempos de cambio climático

Facilitar el aprendizaje para construir una cultura de atención del clima

educación y cambio climático

El cambio climático plantea importantes retos educativos: es necesario saber sobre sus causas, para poder reconocer las raíces del problema; y saber sobre sus consecuencias, porque es preciso construir una percepción más realista de los riesgos climáticos y comprender mejor nuestras vulnerabilidades. Pero, sobre todo, es necesario saber sobre sus soluciones, porque hace falta capacitación urgente para construir una cultura «baja en carbono», que evite interferencias peligrosas sobre el sistema climático. Las organizaciones educativas, incluyendo las que promueven el aprendizaje no formal, deberán considerar cuál va a ser su contribución ante estas necesidades de conocimiento y cambio social. Porque el cambio climático va a determinar de forma muy relevante nuestro futuro y porque todos jugamos un papel en la compleja red de responsabilidades que lo alimenta.

Palabras clave: educación ambiental, cambio climático, cultura baja en carbono.

A medida que la sociedad se ha enfrentado progresivamente a las realidades observables del cambio climático y ha tenido noticia de los problemas que los científicos anuncian para el futuro, el cambio climático ha pasado de ser un fenómeno predominantemente físico a ser, simultáneamente, un fenómeno social.
(Hulme, 2009, p. 25)

Un cambio amplio y profundo

El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (más conocido por sus siglas inglesas, IPCC) ha presentado entre 2013 y 2014 su último informe (IPCC, 2014), una formidable compilación del conocimiento sobre las bases físicas del fenómeno, los riesgos y los impactos que de él se derivan y las opciones de mitigación y adaptación. Y ha insistido en sus tradicionales conclusiones: para evitar un cambio climático peligroso es imprescindible reducir sustancialmente las emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero, que son el motor del fenómeno. Una reducción que solo parece posible si se replantea en profundidad el actual sistema de producción de energía, basado en la quema de combustibles fósiles. Como muestra de la dimensión del cambio requerido, la secretaria general de la Convención de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, Christiana Figueres, declaraba recientemente (Reuters, 2014) que limitar el calentamiento global a los niveles acordados en las negociaciones auspiciadas por la ONU, «significa que tres cuartas partes de las reservas de combustibles fósiles tienen que permanecer bajo tierra».

«Es imprescindible reducir sustancialmente las emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero»

Pero el cambio de cultura energética requerido para frenar el cambio climático, y que ya estudian instituciones internacionales y gobiernos, afecta no sólo a la manera en que producimos la energía, sino también a la forma en que la consumimos. La transición hacia un mundo bajo en carbono, en el que las actividades humanas no conlleven inevitablemente emisiones masivas de CO2 o metano, exige repensar la agricultura y la alimentación; la industria, el transporte, la vivienda o el ocio. Porque, a día de hoy, todos estos sectores se basan en el uso intensivo de combustibles fósiles.

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Los escenarios climáticos del futuro serán diferentes a los que hemos vivido. Cambiarán aspectos como la disponibilidad del agua, la frecuencia de las olas de calor o la probabilidad de contraer ciertas enfermedades. / Foto: Teo Ruiz – SINC

Por otra parte, el cambio del clima tiene una formidable inercia y, debido a las ingentes cantidades de gases de efecto invernadero lanzadas a la atmósfera terrestre desde el inicio de la Revolución Industrial, sabemos que hay un cierto cambio que ya es inevitable. Esto implica que los escenarios climáticos en los cuales deberemos vivir en el futuro no serán los que hemos conocido. Cambiarán –están ya cambiando– aspectos cruciales para nuestro bienestar, como la disponibilidad de agua, la distribución geográfica de especies animales y vegetales, la frecuencia de las olas de calor o las probabilidades de contraer ciertas enfermedades infecciosas.

Nivel de estudios y creencias sobre el cambio climático

La educación ha constituido tradicionalmente un instrumento para facilitar la adaptación de las personas y las sociedades a las circunstancias cambiantes del mundo en que vivimos. Ante el formidable reto que plantea el cambio del clima cabe preguntarse: ¿está jugando el sistema educativo ese estratégico papel de mecanismo adaptativo?

«Conocer las soluciones hace posible que dejemos de ver el cambio climático como un asunto sin salidas»

En el marco del proyecto «La sociedad ante el cambio climático» (Meira, Arto, Heros, Montero e Iglesias, 2013), se realizaron –en los años 2008, 2010 y 2012– una serie de demoscopias que han permitido explorar las creencias básicas de los españoles en relación con el cambio climático: si se reconoce el fenómeno como real, las causas a las que se atribuye, la valoración de los riesgos que conlleva o si se percibe la necesidad de darle respuesta. Aunque pueda parecer sorprendente, en la mayoría de los casos no se detectó relación estadísticamente significativa entre las valoraciones de las personas encuestadas y su nivel de estudios. Incluso en los ítems orientados específicamente a medir conocimientos básicos sobre las causas del cambio, la relación detectada fue débil.

Investigaciones realizadas en otros países sugieren una relación compleja entre el nivel educativo y las creencias en materia de cambio climático (Hamilton, 2010). En todo caso, todo parece indicar que el sistema educativo aún no está logrando trasladar adecuadamente a la sociedad los rasgos singulares que configuran la cuestión climática.

¿Qué deberíamos saber sobre el cambio climático?

Para empezar, el cambio climático no puede abordarse como un objeto de estudio desvinculado de la vida de profesores y alumnos, porque va a determinar de forma muy relevante nuestro futuro y porque nosotros (también) tenemos un papel en la compleja red de responsabilidades que lo alimenta.

Acciones cotidianas aparentemente inocuas, como arrancar el motor de un vehículo, encender la calefacción de nuestra vivienda y tantas otras, están adquiriendo repercusiones insospechadas al ser realizadas simultáneamente por millones de personas en todo el planeta, lo que contribuye al aumento de las concentraciones de gases que atrapan calor en la atmósfera.

«El sistema educativo aún no está logrando trasladar adecuadamente a la sociedad los rasgos singulares de la cuestión climática»

Frente a esta realidad cercana, en nuestras aulas, los contenidos educativos se presentan con frecuencia con unos niveles de abstracción y descontextualización muy elevados. Fuera de la enseñanza infantil y primaria, los contenidos pocas veces se organizan en torno a centros de interés naturales para los alumnos o se relacionan con sus experiencias. Este tipo de educación, que distancia al alumno del conocimiento, es claramente inadecuado para tratar el cambio climático. Porque no se trata de una mera curiosidad científica ni de una calamidad inevitable que hay que soportar de forma estoica: las opciones que tomemos en nuestra vida cotidiana, en nuestra actividad laboral o en nuestra actividad social y política pueden marcar diferencias.

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Para frenar el cambio climático, es necesario un cambio de cultura energética que afecte tanto a la producción de energía como al consumo. Es necesaria una transición hacia un mundo bajo en carbono, en el que las actividades humanas –como el transporte, la industria o la alimentación– no conlleven inevitablemente emisiones masivas de CO2. / Foto: Irene Yuste

Ni la visión distante del fenómeno ni la mera culpabilización resultan opciones adecuadas. La educación, la buena educación, debe buscar un espacio nuevo en el que no sólo se facilite el conocimiento, sino que también alimente la responsabilidad. Y bajo esta perspectiva, es necesario replantear qué debemos saber acerca del cambio climático.

Por si queda alguna duda, el reto no es (sólo) conocer el fenómeno. Es necesario saber sobre sus causas, para poder reconocer las raíces del problema. Y saber sobre sus consecuencias, porque es preciso construir una percepción del riesgo más realista y comprender nuestras vulnerabilidades. Pero, sobre todo, es necesario saber sobre sus soluciones. Indagar sobre las opciones disponibles para avanzar hacia un mundo bajo en carbono nos sitúa sobre la pista del saber hacer requerido frente al cambio climático y, no menos importante, condiciona la forma en que percibimos el problema y nos situamos ante él: conocer las soluciones hace posible que dejemos de ver el cambio climático como un asunto deprimente y sin salidas para empezar a concebirlo como un formidable reto social sobre el que es posible intervenir. Y facilita abandonar la autoimagen de meros afectados para pasar a sentirnos actores.

Desde una perspectiva disciplinar, es innegable que el cambio climático plantea grandes retos a las ciencias de la tierra o la tecnología. Pero el cambio climático no debería concebirse como un mero conjunto de contenidos que debe ser incorporado a la enseñanza de las ciencias. Porque para comprender el cambio climático y los retos que nos plantea es necesario considerar cuestiones como las responsabilidades personales y colectivas, la solidaridad con las generaciones futuras o el reparto de los riesgos y los esfuerzos de mitigación y adaptación. La educación debe incorporar las aportaciones hechas desde la psicología, la sociología, el derecho, la economía, la política o la ética, que nos acercan a ese «fenómeno social» al que hace referencia la cita que abre este artículo.

También hay que desaprender

Inmersos en una sociedad basada en el consumo intensivo de energía fósil, en el proceso educativo que necesitamos, desaprender es tan importante como aprender. Será necesario revisar críticamente hábitos y formas de hacer, ideas y valoraciones ampliamente aceptadas, que se basan en una visión acrítica del consumo energético.

Para ello, el sistema educativo debe aportar nuevos instrumentos de análisis, como el concepto de huella de carbono, que cuantifica las emisiones asociadas a las diferentes opciones, productos o servicios y facilita la creación de una cultura de la medida sobre la que se pueden sustentar nuestras elecciones.

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La educación constituye un instrumento para facilitar la adaptación de las personas a las circunstancias cambiantes del mundo en que vivimos. Debemos preguntarnos qué papel está representando el sistema educativo ante el cambio climático. / Foto: Irene Yuste

El sistema educativo también debe contribuir a aclarar malentendidos (Choi, Niyogi, Shephardson y Charusombat, 2010). Uno de los mejores ejemplos es la confusión entre los conceptos de tiempo y clima, fuente de innumerables errores a la hora de interpretar la información climática. Las dificultades de la gente para diferenciar ambos conceptos son explotadas de forma oportunista por la propaganda negacionista; un buen indicador son los chistes sobre grandes nevadas dedicados a mofarse del cambio climático, que se han convertido en todo un clásico en la prensa conservadora norteamericana.

Otro concepto cuya clarificación debería abordarse de forma prioritaria es la incertidumbre. La defensa de la pasividad ante el cambio climático se basa con frecuencia en el argumento de que «deberíamos esperar hasta que sepamos lo suficiente». La incertidumbre es un concepto con connotaciones diferentes en el campo de la ciencia y el de la cultura popular. La duda es parte del método científico, pero, en el ámbito de la ciencia, la incertidumbre puede acotarse (no todo el conocimiento está sujeto a iguales niveles de incertidumbre) y estimarse, lo que facilita tomar decisiones. Porque reconocer las limitaciones de nuestro conocimiento no conlleva renunciar a actuar.

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Una acción tan cotidiana como arrancar el motor del coche contribuye al aumento de las concentraciones de gases que atrapan calor en la atmósfera al ser realizada simultáneamente por millones de personas en todo el planeta. / Foto: Irene Yuste

Depositar la esperanza en la próxima generación: una mala idea

Cuando se plantea la necesidad de que la educación contribuya a corregir nuestros problemas de adaptación al entorno, promoviendo, por ejemplo, una mayor responsabilidad ambiental o un mejor desempeño en materias como el uso de la energía o la gestión de residuos, muchos ven implícita la idea de que «los adultos ya no tenemos remedio» y que deberíamos confiar en que «las próximas generaciones lo harán mejor». Sin embargo, nada más lejos de estos planteamientos cuando abogamos por una educación que facilite la comprensión del cambio climático y capacite para abordar los retos que nos plantea. Considerando la magnitud y la dinámica del cambio al que nos referimos, depositar en las nuevas generaciones la responsabilidad de transformar unas formas de hacer que nosotros hemos creado o mantenido es una postura demasiado fácil… y bastante ingenua.

El valor de la educación para introducir nuevas ideas y actitudes a contracorriente de lo establecido es, a menudo, sobrevalorado. Porque la educación se alimenta, en buena medida, de las percepciones, los valores y las prioridades del conjunto de la sociedad en la que se encuentra inmersa. Y porque el mundo emite sus propios mensajes, que tienen la credibilidad de lo que es real.

«Será necesario revisar críticamente hábitos y formas de hacer basadas en una visión acrítica del consumo energético»

Pero hay otra razón de peso: el tiempo disponible para reaccionar ante el cambio climático es escaso. Las emisiones de hoy están comprometiendo ya el clima de mañana y, por eso, los plazos de maniobra son reducidos. En palabras de Chris Field, ecólogo recientemente galardonado con el premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA (Corbella, 2014): «Cuanto más tardemos en actuar, más difícil será resolver el problema del cambio climático, más caro nos resultará y mayores serán los riesgos.»

¿Quién necesita educación? ¿Quién debe proporcionarla?

Todos necesitamos educación frente al cambio climático. Pero, dada la comprometida situación en la que nos encontramos, con el tiempo corriendo en contra, es evidente que aquellos que tienen mayor capacidad para configurar nuestro futuro energético necesitan aprender con premura. Desde una perspectiva educativa, se requieren cambios urgentes en la formación superior y en la formación continua laboral y profesional. Muy especialmente, en el ámbito de la gestión pública y empresarial.

Los ediles de nuestras ciudades necesitan conocer las mejores políticas de mitigación y adaptación aplicadas en el ámbito local. Los arquitectos deben aprender a hacer edificios de energía cero (o casi cero). Los responsables de la gestión del agua deben aprender a utilizar el abanico de medidas útiles para fomentar el ahorro y la eficiencia porque, en las próximas décadas, la disponibilidad de este recurso disminuirá de manera sustancial en la mayor parte de nuestro país. Los responsables de la prevención de riesgos deben conocer las tendencias en materia de acontecimientos extremos y qué implicaciones tendrán en cuanto a riesgos y vulnerabilidad.

«La creación de una cultura baja en carbono no es un objetivo prioritario de nuestro sistema educativo»

En este sentido, no sólo es necesario renovar el sistema de educación formal: también es imprescindible mejorar los sistemas a través los cuales se comparte el nuevo conocimiento en materia de mitigación y adaptación al cambio climático. Y para ello, hay que crear o reforzar las redes de aprendizaje y acción (un ejemplo, en el ámbito local, sería la Red de Ciudades por el Clima); los esquemas que facilitan el intercambio entre iguales y la producción social de conocimiento; los sistemas de aprendizaje a través de la acción…

En el campo de las respuestas frente al cambio climático, existen experiencias e iniciativas inspiradoras y continuamente se está construyendo nuevo conocimiento práctico. En este sentido, la enseñanza también debería concebirse como una responsabilidad compartida. Porque hay municipios que aplican y evalúan desde hace años medidas de mitigación y adaptación frente al cambio climático; arquitectos que construyen viviendas «cero emisiones» (o casi); equipos de gestión que aplican, desde hace décadas, medidas de ahorro y eficiencia en la gestión del agua que les permiten adaptarse mejor a la disponibilidad de recursos y ser menos vulnerables ante las sequías; y grupos de personas que están aprendiendo y apoyándose mutuamente en una transición hacia una vida «baja en carbono».

En consecuencia, hay que impulsar, también, los sistemas de aprendizaje social. Las redes técnicas y profesionales deben reforzar su orientación formativa y educadora y hay que construir o mejorar los sistemas que integran aprendizaje y acción para el cuidado del clima.

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En el campo de las respuestas frente al cambio climático, existen iniciativas para mitigar este fenómeno en el ámbito municipal, arquitectos que construyen viviendas con prácticamente «cero emisiones» o medidas de ahorro y eficiencia en la gestión del agua. En la imagen, espacio reservado para coches eléctricos en la Universitat de València. / Foto: Irene Yuste

¿Por dónde empezar?

En el campo de la educación formal, contamos con un conjunto de herramientas clásicas para promover cambios en la acción educativa, entre ellas los cambios en los currículos, la mejora de los libros de texto, la elaboración de nuevos diseños didácticos, la creación de programas de apoyo que faciliten nuevos tratamientos del cambio climático y la energía o la investigación educativa. Y, claro está, la formación del profesorado. Porque el profesor es la base de la calidad de un sistema educativo y lo que aprendimos ayer quizá no sirva mañana.

En todos estos campos ya se están desarrollando iniciativas de interés, aunque la mayoría tiene un carácter puntual y no afecta al conjunto del sistema educativo. Algunas regiones, por ejemplo, han puesto en marcha programas específicos para facilitar el tratamiento del cambio climático en la educación primaria o secundaria. Es el caso de Andalucía, con el programa Kioto educa, o el de Galicia, con el programa Climántica. Estos programas aportan formación del profesorado, propuestas didácticas y materiales de trabajo que facilitan la acción educativa.

En el ámbito de la formación superior y de postgrado, existe una oferta incipiente de cursos, tanto presenciales como en modalidad a distancia, sobre aspectos tales como inventarios de emisiones y huella de carbono, economía del cambio climático, negociaciones internacionales del clima, energías renovables o eficiencia energética.

Y en el campo de la formación continua, algunas administraciones públicas ya han ofertado los primeros cursos orientados a la adaptación al cambio climático en sus programas de formación del personal.

También se han creado redes de aprendizaje e intercambio, entre ellas la ya citada Red de Ciudades por el Clima, puesta en marcha por la Federación Española de Municipios y Provincias con el apoyo del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente. O, más modesta, la red «Respuestas desde la comunicación y la educación frente al cambio climático», dinamizada por el Centro Nacional de Educación Ambiental y la Oficina Española de Cambio Climático y que reúne a algo más de un centenar de divulgadores, educadores y científicos sociales.

Sin embargo, es forzoso reconocer que estas iniciativas, aunque valiosas, no dejan de constituir avances tímidos, si se comparan con la magnitud del cambio requerido. Todo parece indicar que, en términos generales, los estudiantes y trabajadores de hoy aprenden sobre energía y clima de forma similar a como aprendieron hace décadas. La creación de una cultura baja en carbono no es, a día de hoy, un objetivo prioritario de nuestro sistema educativo. Ni siquiera el cambio climático, como fenómeno global, ha alcanzado una relevancia sustancial en los planes de estudios.

Reflexiones finales

La responsabilidad de poner en pie las respuestas necesarias para evitar un cambio climático peligroso no puede depositarse únicamente en el sistema educativo; un cambio de orientación de la magnitud requerida exigirá que la sociedad cambie sus prioridades aceptando el reto de transitar hacia una cultura de cuidado del clima.

«Una educación que nos sitúe ante los desafíos que nos plantea el cambio climático no sólo es posible: es necesaria e inevitable»

Y, sin embargo, una educación que nos sitúe ante los desafíos que nos plantea el cambio climático, que nos capacite para contribuir a mitigarlo y a adaptarnos a sus efectos, que responsabilice para ser parte activa en la necesaria transición, no sólo es posible: es necesaria y, seguramente, inevitable. En este sentido, las instituciones educativas y los propios educadores deben considerar cuál va a ser su contribución al que será uno de los mayores retos educativos del siglo XXI. Y valorar si se encuentran preparados para abordarlo.

Porque parece probable que las instituciones educativas con menor capacidad para incorporar el nuevo conocimiento, en las que domina una compartimentación estricta por materias, sin coordinación ni centros de interés compartidos, tendrán más difícil ofrecer las respuestas que se necesitan.

La «mirada cercana» que la educación debe proporcionarnos sobre el cambio climático resultará, en ocasiones, incómoda. Pero la buena educación es aquella que nos impulsa a abandonar nuestra zona de confort y reconocer nuestras propias potencialidades (y, por lo tanto, nuestras responsabilidades). Esta es la educación que nos ayudaría a abordar el reto formidable del cambio climático. ¿La tendremos?

REFERENCIAS

Choi, S., Niyogi, D., Shephardson, D. P., & Charusombat, U. (2010). Do Earth and environmental science textbooks promote middle and high school students’ conceptual development about climate change? Textbooks’ consideration of students’ misconceptions. American Meteorological Society, 91, 889–898. doi: 10.1175/2009BAMS2625.1

Corbella, J. (2014, 12 de desembre). Chris Field: “Somos una generación egoísta”. La Vanguardia. Consultado en http://links.uv.es/ScWgRr6

Hamilton, L. C. (2010). Education, politics and opinions about climate change evidence for interaction effects. Climatic Change, 104(2): 231–242. doi: 10.1007/s10584-010-9957-8

Hulme, M. (2009). Why we disagree about climate change. Understanding controversy, inaction and opportunity. Cambridge: Cambridge University Press.

IPCC.(2014). Climate change 2014. The synthesis report. Core Writing team, R. K. Pachauri, & L. A. Meyer (Ed.). Ginebra: IPCC.

Meira, P. A., Arto, M., Heras, F., Montero, P., & Iglesias, L. (2013). La sociedad ante el cambio climático. Conocimientos, valoraciones y comportamientos en la población española, 2013. Madrid: Fundación Mapfre.

Reuters (2014, 3 d'abril). La ONU exige cambios rápidos en la industria del crudo y gas. Reuters España. Consultado en http//links.uv.es/rP4J4zf 

© Mètode 2015 - 85. Vivir con el cambio climático - Primavera 2015

Biólogo y coordinador del área de educación del CENEAM (Centro Nacional de Educación Ambiental), Valsaín (Segovia). Codirige desde 2004 el seminario «Respuestas desde la comunicación y la educación frente al cambio climático» y es Punto Focal para el Artículo 6 de la Convención de Cambio Climático, dedicado a la educación, la formación y la sensibilización pública.